Cada segundo se tiran más de 200 kg de plástico en los mares y los océanos. Este plástico se va desintegrando con el tiempo debido a los rayos ultravioleta, la fricción con el aire y el agua formando microplásticos. Estos, finalmente, son digeridos por animales marinos y escalando la red trófica terminan teniendo un impacto también en nuestra salud. Si bien es cierto que muchos de los residuos plásticos terminan en las llamadas islas de plástico debido a las corrientes marítimas, muchos microplásticos se quedan en el Mediterráneo. En 2018, aunque sólo representaron un 1% de la superficie marítima mundial, un 7% de los microplásticos mundiales estaban en el mar Mediterráneo [1]. Y España es el segundo mayor vertedero de residuos plásticos del Mediterráneo (con 126 toneladas de plástico vertido al día) [1].
Es evidente que algo debe hacerse para solucionar el problema. No es suficiente con dejar de verter estos residuos, porque los que hemos ido acumulando dentro del mar son suficientes para tener consecuencias graves a largo plazo. Hay que sacarlos del mar. Hay muchas empresas trabajando en esta línea, la más famosa posiblemente llamada The Ocean Cleanup [2], que se dedica a sacar los microplásticos flotantes de las islas de plástico, e impide que los plásticos provenientes de los ríos más contaminantes del mundo lleguen al mar. Pero resulta que sólo el 1% del plástico se queda flotando en la superficie del mar [3], así que estos enfoques no actúan sobre el 99% de residuos restantes.
Pensando cómo eliminar el plástico que no flota, se me ocurrió que se puede aprovechar la naturaleza: las algas son unas excelentes filtradoras de agua. Quizás se pueden realizar algas capaces de filtrar y eliminar los microplásticos. Pero no sabía cómo hacerlo. 30 artículos, 40+ correos, y muchas horas de estudio después, descubrí que era teóricamente posible. En este artículo intentaré explicarles mi idea, pero sobre todo el proceso para llevarla a cabo, así como los recursos que he ido descubriendo a lo largo de este camino.
Una enzima es una molécula producida por las células -mediante el ADN- que favorece y regula las reacciones químicas en los seres vivos. Cada enzima se responsabiliza de realizar una reacción química específica. En particular, existe una enzima llamada PETasa que es capaz de desintegrar las cadenas de plástico de tipo PET (uno de los tipos de plástico más comunes, que de forma natural tardaría cuatrocientos cincuenta años en degradarse) en subproductos [4] , que a su vez se pueden desintegrar con otra enzima (MHETasa) en moléculas que pueden aprovechar algunas algas para desarrollarse, o como fuente de energía [5]. Es decir, que si se pudiera integrar la cadena de ADN que codifica la producción de estas enzimas en el genoma (la secuencia total de ADN de un organismo) de las algas, éstas tendrían la capacidad de “alimentarse” de plástico.
Pero los seres vivos son muy inteligentes: si la modificación genética no les supone una ayuda para sobrevivir, expulsarán ese pedazo de ADN que les hemos incorporado. Por tanto, para que funcionara esta idea, las algas sólo deberían producir la PETasa y la MHETasa si detectan plástico en su entorno; si no, les supondría un derroche de energía. Para detectar si había o no plástico en torno a las algas, necesitaba una especie de sensor biológico. Por suerte, existe una proteína capaz de detectar un ácido que resulta ser el mismo que el que produce el plástico de tipo PET a raíz de la descomposición (en microplásticos) debido a los rayos ultravioleta del sol [6]. Curiosamente, este ácido es el componente principal del medicamento Aspirina [7]. Si pudiera hacer que las algas al detectar el plástico desencadenaran la producción de las enzimas que eliminan este plástico, el proyecto sería viable.
Así pues, me puse a investigar cómo podía modificar las algas genéticamente para incorporar estas proteínas. A priori parecía que necesitaría dos cosas fundamentales:
- Un súper laboratorio que costara millones de euros.
- Alguna forma de diseñar el plásmido –es decir, una molécula de ADN que puede existir, replicarse e incorporarse en una célula huésped; para informáticos, se puede pensar el plásmido como una función a incorporar en un código corriente en un hardware determinado (el genoma de la célula huésped)– para introducir el nuevo ADN en las algas.
En cuanto al diseño de plásmidos, descubrí que hay programas gratuitos que te permiten llevar a cabo esta tarea [9], y estudiando un poco con recursos gratuitos y online [10][11][12][13], se puede crear verdaderamente lo que se quiera: ¿leche de venado? ¿Tomates picantes? ¿Seda de las telarañas sin necesidad de arañas? ¡Ningún problema! Es más, una vez diseñado el plásmido se puede pedir a empresas que te lo impriman y te lo envíen a casa, como si se tratara de una figura impresa en 3D. En caso de que sea por fines educacionales, incluso puede llegar a ser gratuito [14]. Encima, hay bancos de plásmidos ya creados que puedes coger como base para modificar, o si ya hacen lo que necesitas, puedes comprarlos por unos 50€ [15].
Pero en mi caso vi que un grupo de investigadores españoles habían creado ya un plásmido preparado para introducirse en bacterias (mucho más estudiadas que la mayoría de las algas) y que incorporaba la proteína que permite detectar el plástico. Y cuando detectaba, las bacterias brillaban [6]. Los contacté, me enviaron ese plásmido ya incorporado en bacterias. Ahora era necesario cambiar el plásmido para producir la PETasa y MHETasa, en vez de brillar al detectar el plástico. Y comprobar que funcionara. La única forma de comprobarlo era añadiendo microplásticos a las bacterias. ¿De dónde podía sacar los microplásticos? Contacté con una empresa de Barcelona que había realizado una prueba piloto de captura de microplásticos del mar utilizando boyas con filtros en las playas de la costa catalana [16]. Luego recogían y analizaban estos microplásticos. Me dejaron unas cuantas muestras de microplásticos que ya habían analizado.
También hacía falta que funcionara en algas, no en bacterias. Este punto era especialmente complicado, puesto que la variabilidad genética entre algas es masiva. Para hacer una idea, hay algas que comparten un porcentaje mucho, mucho más bajo de material genético entre sí que los humanos con las ballenas. Por tanto, querer modificar genéticamente un alga, entendiendo la palabra alga como concepto general, es absurdo: hay que especificar de qué alga estamos hablando. Tuve que realizar un curso para poder entender mejor qué tipo de alga es lo que interesa modificar por este proyecto [17]. Otro tema que tratar era el aspecto legal. Evidentemente, no se puede liberar al medio ambiente un organismo modificado genéticamente sin pasar antes por extensos controles, un proceso que puede durar años, y en algunos casos décadas. Esto también lo trataba el curso.
Los problemas no se acaban aquí, una vez encontrado un perfil de algas determinado (por ejemplo: de agua salada, resistente a cambios de temperatura para que fuera extensible a la mayoría de mares del mundo, etc.), era necesario mirar una forma de obtenerla. Afortunadamente, hay repositorios de algas donde las puedes comprar [18][19]. Y una vez conseguida, debía poder reproducirse, sin contaminarse. Por eso, se necesita un equipamiento específico: un fotobiorreactor. Por suerte, aunque la palabra suena muy profesional, no es difícil realizar uno, a pequeña escala, con material que, otra vez, se puede comprar en plataformas de venta online, por un precio reducido (unos 40€). ¡En mi caso, sin embargo, contacté con una incubadora de Tarragona de proyectos realizados específicamente con microalgas [20], que me ofrecieron 10.000 litros de espirulina (una de las algas más conocidas)!
Entonces entra en juego otro problema: hoy en día no todos los organismos pueden modificarse genéticamente. En particular, la espirulina tiene grandes mecanismos de defensa en contra de virus y otro material genético. Esto hace que, por un lado, sea una gran candidata para este proyecto, puesto que es un organismo muy resistente. Por otra parte, sólo un grupo de investigación en todo el mundo había logrado modificar genéticamente la espirulina con éxito [21]. Los contacté para contar mi proyecto, y para preguntar si veían viable llevarlo a cabo con espirulina. Me respondieron diciendo que el proyecto tal y como lo planteaba no funcionaría con espirulina porque no tienen la capacidad natural de poder secretar en el ambiente un cierto tipo de moléculas, entre las que se encuentran la PETasa y la MHETasa. En resumen, un detalle muy técnico que nunca se me hubiera pasado por la cabeza sin haber estudiado biotecnología o campos similares en profundidad. Por suerte, preguntando a expertos me ahorré muchos dolores de cabeza! Bien, si quería sacar adelante el proyecto, tenía que hacer que la espirulina también creas una proteína que hiciera de tubo entre el interior y el exterior de la célula por donde poder pasar las dos enzimas. Poco a poco se iba complicando todo. Así pues, la espirulina no parecía una buena opción, había que buscar otra.
En medio de toda esta historia, contacté con una estudiante de Indonesia que había realizado una publicación teórica que trataba precisamente sobre modificar algas genéticamente para introducir los genes que codifican la PETasa y la MHETasa [22]. Vi que yo, de tanto preguntar, tenía conocimientos sobre el tema que ella no tenía, a la vez que ella tenía unos que yo no tenía. Así pues, creamos una especie de simbiosis para llevar a cabo este proyecto conjuntamente, desde la otra punta del mundo. También nos ayudaba su tutor, un hombre americano, que nos guiaba en todo lo que había que hacer. Un trío intercontinental intentando eliminar los plásticos del mar; parece el guión de una película.
Por motivos personales, y porque se contaminaron todas las bacterias de mi laboratorio, el proyecto se acabó en ese momento, al menos para mí (en Indonesia todavía trabajan en este tema, dos años más tarde). Si alguien se anima a reanimarlo, ¡que no dude en contactar conmigo [23]!
Me gustaría acabar haciendo énfasis en que me respondieron todas las personas con las que contacté a lo largo del proyecto. No siempre me respondían con lo que deseaba, pero al final acababa encontrando a alguien que me ayudaba en lo que necesitaba en cada momento, ya sea máquinas de laboratorio, un plasmidio determinado, o simplemente conocimiento. Y creo que es especialmente importante, porque a menudo no hacemos cosas por miedo a que nos digan que no. Pero preguntando no tenemos nada que perder, el no lo tenemos ya si no preguntamos. Así pues, preguntando sólo podemos ganar. Y parece que, siempre que intentes realizar acciones por un bien común, y mientras preguntes con amabilidad, la sociedad está dispuesta a ayudarte en lo que sea necesario. Creo que más allá de los conocimientos técnicos que haya podido adquirir a lo largo de este proyecto, el conocimiento más valioso que he logrado ha sido aprender a preguntar.
Referencias: